Democracia y liberalismo

Concepto clave

Introducción y planteamiento general

La democracia se entiende, en un sentido minimalista, como una serie de procedimientos para la delegación y ejercicio del poder. Ejemplo de ello es uso de un sistema electoral que permita una rotación de representantes temporales, y éstos ejerzan su cargo dentro de un poder estatal dividido. 

Pero esto no ha sido así siempre, sino que significa la materialización, no poco conflictiva, de una mezcla teórica entre “gobierno de las mayorías” junto a una serie de postulados ético-filosóficos, conocidos bajo el nombre de pensamiento liberal. El cual es originario en la Europa del siglo XVII y ha conducido desde entonces a enormes transformaciones en el pensamiento, la sociedad y la cultura, haciendo indiscutible su influencia (Matteucci, 2007: 879). 

Dicha fusión entonces derivó en el surgimiento de la llamada democracia liberal. Y como punto de partida conviene recalcar que es el sistema de gobierno predominante en la mayoría de las naciones en la actualidad. Así, tras oleadas de expansión y consolidación de más de 200 años, el resultado se hace presente con el discurso constante de que ésta es la forma de gobierno más justa y equitativa, a un nivel casi incuestionable. 

La expansión y exportación de este régimen de gobierno también fue posibilitada por el colonialismo europeo y después por la consolidación del capitalismo como sistema de producción e intercambio. El desarrollo de la democracia liberal, por ende, está muy enlazado con el del capitalismo, por ser el sistema político más apropiado para su reproducción. 

Sumado a ello, la democracia liberal también ha tenido una capacidad de adaptación y transformación notable: ha podido incorporar demandas provenientes de luchas, desafíos y conflictos sociales del siglo XIX y XX para poderlos subsumir sin perder sus elementos más esenciales (Matteucci, 2007: 880), ejemplo de ello puede ser la apertura del voto a nuevas capas y grupos sociales. 

Sin embargo, los planteamientos teóricos de la democracia liberal, por más hegemónicos que se pudieran considerar, han encontrado profundos desafíos en la actualidad. Pues a raíz del supuesto retorno a una ortodoxia liberal con la imposición del neoliberalismo, se han incrementado dentro de la ciudadanía sentimientos antagónicos, debido a un fuerte crecimiento de la desigualdad y la desconexión entre gobernantes y gobernados. 

Las democracias liberales no han podido responder efectivamente a las demandas ciudadanas, al mismo tiempo que dan la impresión de un secuestro de la política a manos de oligarquías y élites. Esto, sin embargo, no es una cuestión inusitada, pues la democracia liberal fue diseñada para ejercer cierta exclusión de la participación masiva por temor a una “tiranía de la mayoría” (Hernández Quiñones, 2006: 38-39).

Problematización y desarrollo

Para entender qué es democracia liberal, es preciso separar ambos términos y contrastarlos. Esto es debido a que la asociación entre democracia y liberalismo presenta varias tensiones teóricas que se originan por tener diferentes concepciones de la libertad ciudadana y la participación política. 

Sobre el liberalismo, como un inicio, se puede decir que emergió y se desarrolló desde los postulados de pensadores clásicos como: Thomas Hobbes, John Locke, Adam Smith, Montesquieu, John Stuart Mill, o incluso liberales del siglo XX como John Rawls, por nombrar algunos.

Por otro lado, estos postulados, aunque presenten varias características en común, resulta difícil negar que también han variado desde diversos criterios históricos, normativos, metodológicos y geográficos. Por eso, en décadas recientes es más apropiado hablar de “los liberalismos” (Arceo Contreras, 2013: 134).

Se asume, entonces, que el liberalismo comienza en la Inglaterra del siglo XVII a través de las revoluciones de 1648 y la de 1688, que sentaron las bases de una pugna por las libertades individuales contra el absolutismo (Vargas Hernández, 2007: 67).

Por tanto, esta corriente está inserta como de un eje fundamental en el pensamiento moderno. El cual se dio desde los siglos XVI a XVIII (aunque algunos autores la extienden hasta el XX). El pensamiento moderno se caracterizó, entonces, con un rompimiento con las estructuras políticas, económicas, sociales e ideológicas del Medioevo europeo.

El liberalismo entonces fue antecedido y acompañado por notables transformaciones como: el desarrollo del humanismo, el surgimiento del individualismo —derivado de las guerras de religión—, la efervescencia mercantil, la consolidación del Estado monárquico y el surgimiento de un precapitalismo junto a la expansión colonial europea, que permitió también la difusión de este pensamiento a otras latitudes como el continente americano.

Ahora bien, la esencia teórica del liberalismo se basa en poner el acento en el individuo, y fundamentar los derechos y libertades que tiene frente a los abusos del Estado (Audard & Reynaud, 2014: 571). Para ello, propone una esfera separada del mismo, la sociedad civil, que no sea controlada por aquel, aunque le necesite para garantizar la seguridad.

Asimismo, esta sociedad civil también se caracteriza por ser una esfera donde los individuos pueden ejercer sus derecho naturales, como el autogobierno, la opinión,  la reunión, la asociación y la administración privada. Por ello, esta es la esfera del mercado y de la opinión pública (Matteucci, 2007: 891-892).

En materia política, el liberalismo siempre enfatizó la necesidad de contener y limitar el poder autocrático del monarca y la nobleza. Y para ello planteó una racionalización del Estado a través de su división o separación en tres órganos con controles y contrapesos (checks and balances), como también la secularización del poder político, la separación iglesia-estado y un constitucionalismo que proteja a este nuevo hombre moderno: el “homo oeconomicus” (Audard & Reynaud, 2014: 571).

Desde el mismo principio, será de importancia para el hombre liberal  renegar del ejercicio de lo público, de lo común y lo político para dedicarse al ejercicio de lo privado, esfera donde se ubica el ejercicio del intercambio mercantil y la autorrealización a través del éxito económico (De Gómez Pérez-Aradros, 2013: 8).

De acuerdo con Carlos de Gómez Pérez-Aradros (2013: 3), esto habla de una fuerte divergencia con los principios y fundamentos que tenía la democracia pura, representada en la antigüedad griega, pues esta era ejercida directamente por los ciudadanos, donde los asuntos en común de la comunidad política —la ciudad o Polis— eran atendidos directamente por los ciudadanos, sin representantes, ni intermediarios, ni organizaciones. 

Por ende, se enfatizaba en defender y participar en los asuntos públicos, dando paso a un fuerte vínculo cívico de la ciudadanía con la política, cosa ya no aceptada para el hombre moderno. También, en la democracia pura, el interés privado era secundario al público. Así como la ciudad era la que dotaba y liberaba al individuo, cuando este participaba en el ejercicio de la conducción de lo común (de Gómez Pérez-Aradros, 2013: 3-4).

Por lo tanto, la democracia siempre planteó la necesidad de una fuerte participación política, interés comunitario y virtud cívica por parte de los ciudadanos, constituyéndose como un régimen donde la soberanía fuera popular y el colectivo pudiera tomar control de las decisiones comunes en distintas materias. 

Como menciona Alfredo Cruz-Prados (2003:85) más cercano a la democracia, aunque separados teóricamente, es el republicanismo, el cual se define como: “Un cuerpo orgánicamente articulado de nociones políticas, obtenido de la destilación a partir de una serie de experiencias históricas”. La experiencia democrática pura fue clave en el desarrollo del republicanismo, y ambos se pueden contrastar con el pensamiento liberal. 

Por lo tanto, retomando al mismo autor (2003:91-93), para el demócrata o republicano puro la libertad era consecuencia de la ciudad y de su ley.  Solo ahí donde existían, había política, y donde se manifestaba la política, podría convertirse en ciudadano quien en cualquier otro lugar sería siervo o esclavo del príncipe o tirano. La ciudad es la que libera. Por ello la política era constitutiva al ideal democrático, pues edifica al hombre y le dota de igualdad entre libres (87-88).

La experiencia de la libertad bajo estos principios democráticos puros estaba fijada en lo históricamente concreto, con referentes claros y procedentes de experiencias reales, que hablan del paso de un hombre en condición de esclavo a ser ciudadano (92).

En cambio, en el liberalismo, la libertad emana de un concepto abstracto, en este caso un supuesto estado de naturaleza previo a la socialización, a la ciudad, la política y a la ley. Con éste referente conceptual, se demuestra que el ser humano tenía perfecto derecho y libertad natural antes de renunciar a partes de ellas a cambio de la seguridad de la ciudad. Del liberalismo, por ende, surge el posterior concepto de los derechos humanos (93).

Ante este planteamiento, el hombre liberal ahora entiende la ley y la política como herramientas instrumentales para proteger y cuidar la esfera de su libertad individual. Y dado ello, el ejercicio de lo público ya no es visto como un deber cívico, ni como una forma de autoconstituir la libertad, sino como un mal necesario para protegerla, dado que ya está dada por naturaleza y no necesita ser colectivamente construida (93-94).

Bajo estas divergencias se puede entender que la democracia y el liberalismo son conceptos con visiones diferentes del papel del ciudadano, del origen de la libertad y de su finalidad. En consecuencia, la unión propugnada por distintos pensadores liberales como Montesquieu o Alexis de Tocqueville buscaba, ante todo, hallar una forma de gobierno que pudiera limitar al monarca y a las muchedumbres de los deseos de enriquecimiento de una naciente clase aristocrática.

Debates actuales

No por casualidad entonces, liberalismo y democracia fueron dos conceptos que en origen no tenían demasiada convergencia sino hasta el siglo XVIII y XIX. En primera, porque una parte de la tradición literaria heredada hasta entonces señalaba la inviabilidad de la democracia directa al ser considerada como inestable y facciosa (de Gómez Pérez-Arados, 2013: 5).  

En segunda, porque mientras que el ideal democrático enfatiza la igualdad para el colectivo a través de la participación ciudadana, el liberalismo enfatiza la libertad privada por medio de un alejamiento del ejercicio de la política, el resultado es una concepción de democracia que requiere cierta condición pasiva de la mayoría de los ciudadanos.

Recordemos que el pensamiento liberal clásico partió desde una expectativa negativa de la naturaleza humana dado su carácter interesado y egoísta (basta con hacer referencia a Thomas Hobbes). Es por ello por lo que se tenía seguro que dotar a toda la ciudadanía de participación política, significaba dejar la seguridad y el bienestar común a manos del sectarismo de unas masas que resultarían ser incontrolables (Hernández Quiñones, 2006: 39-40).  

El resultado, visto por la experiencia resultante del constitucionalismo estadounidense, fue crear una democracia de carácter elitista, donde los ciudadanos se limitan a escoger a sus representantes, de quienes se plantea que deberían ser los más sabios y aptos para entender el interés general por encima del interés de las mayorías. De ahí surge la representatividad como característica clave de la democracia liberal (Hernández Quiñones, 2006: 46).

Asimismo, otra herramienta consistió en crear una ley constitucional o ley superior que estableciera una división del poder en múltiples órganos. Sea tanto de forma horizontal (entre poder ejecutivo, legislativo y judicial) como vertical (entre ámbitos local, estatal y nacional) y principalmente, división entre representantes y representados (de Gómez Pérez-Aradros, 2013: 7).

La finalidad resultaba limitar y equilibrar los intereses, reduciendo el mayoritario a solo un poder (el legislativo), de modo que poderes de minorías —terratenientes— tuvieran el mismo peso que el interés de la mayoría ciudadana. Del mismo modo, ningún poder podría imperar por encima de los restantes, pues cada uno tendría distintos mecanismos para impedir esta realización.

Entonces la democracia pasó a ser una donde solo unos pocos hombres, originalmente  los propietarios, tenían la facultad de votar. Pero, ante la crítica socialista y distintas luchas sociales del siglo XIX y XX, este derecho político se fue ampliando a toda la ciudadanía, aunque dicho fundamento elitista de la democracia liberal todavía perdura.  

Como señala Andrés Hernández Quiñones (2006: 56), desde el enfoque liberal de democracia, han predominado perspectivas de ella desprovistas de cualquier contenido normativo o ético. Donde sólo es vista como en una lucha entre élites políticas por el ejercicio del poder, mientras que el ciudadano solamente tiene la facultad de limitarse a consentir o rechazar el ejercicio de estas élites con su voto.

Se desvincula al ciudadano de la política y se le dota de una discrecionalidad enorme a las élites actuantes, quienes solo entre ellas se pueden vigilar efectivamente. La forma más visible de esta visión es el enfoque de la democracia como mercado, propuesta por Anthony Downs, donde se asume que los ciudadanos son clientes que escogen entre distintas ofertas políticas a modo de productos ofrecidos por los proveedores (Hernández Quiñones, 2006: 54-55).

Otro efecto ha sido la escasa representatividad y pluralismo político, pues la democracia liberal no fomenta la cultura política, al limitar el ejercicio de lo público. Pues como indica Alfredo Carnevali (2008: 52), en la democracia liberal se estresa la necesidad de hacer un lado las diversidades filosóficas, religiosas, culturales, étnicas, morales, sexo genéricas y éticas al ámbito privado con miras a generar una estabilidad y un pluralismo políticos.

Sin embargo, significa en la práctica un ejercicio del poder público que desvigoriza potencialidades de representación y significación para enormes capas de la ciudadanía, sometiéndolas a un discurso hegemónico —y desde el pensamiento feminista: patriarcal— que se traduce en la pérdida de identidad, debilitamiento de lazos comunitarios y finalmente, genera apatía y posturas antipolíticas (52).

Es innegable que se ha expandido el distanciamiento entre la voluntad de la clase política y la de gran parte de la ciudadanía, lo que genera tensiones y conflictos que podrían socavar la confianza misma en el ideal democrático, sumergiéndose en un término sinónimo del disfraz de los intereses de las élites y oligarquías. Por ello, el llamado a repensar la democracia se vuelve necesario y urgente.

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