Democracia feminista

Concepto clave

Introducción

La democracia ha sido un tema de discusión política y filosófica de larga data. En términos generales, suele definirse como “el gobierno del pueblo”, “el gobierno de todos”, sin embargo, lo que se va a entender por “gobierno” y por “todos” será diferente a lo largo de la historia y según las aproximaciones teóricas. Aquí planteamos algunas líneas generales para entender la democracia desde una perspectiva feminista.

El feminismo es tanto un movimiento social como un cuerpo teórico político sólido y riguroso. Uno de sus principales propósitos es desnaturalizar la desigualdad, es decir, develar las estructuras de poder que subyacen a todos los discursos y prácticas sociales. Mostrar que la desigualdad no es natural, sino socialmente construida y, por tanto, es posible y deseable construir nuevas formas de relaciones, prácticas y discursos desde la igualdad. El feminismo, como señala Marcela Lagarde: “nombra de otras maneras las cosas conocidas, hace evidentes hechos ocultos y les otorga otros significados. Incluye el propósito de revolucionar el orden de poderes entre los géneros y con ello la vida cotidiana, las relaciones, los roles y los estatutos de mujeres y hombres. Abarca, de manera concomitante, cambiar la sociedad, las normas, las creencias, al Estado” (1997, p. 20). El feminismo es pues, una apuesta de comprensión y transformación radical del mundo. Desde ahí, pensar la democracia supone entonces cuestionar algunos de los principios fundamentales del pensamiento liberal, por ejemplo, las ideas de igualdad, libertad, la noción de lo público y lo privado, entre otras.

Tener el derecho a votar y ser votadas, contar con gobernantes y representantes políticas mujeres no es suficiente. La democracia feminista va más allá de los espacios de la política formal, atraviesa todas las dimensiones de la vida, desde lo privado hasta lo público.

Este enfoque nos lleva a preguntarnos, por ejemplo, ¿por qué podemos votar y ser votadas, ocupar puestos de decisión política que definan el rumbo del país, pero no podemos decidir libremente sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas? ¿Por qué tenemos un gabinete paritario en el gobierno por primera vez en la historia y al mismo tiempo, tienen lugar once feminicidios al día? 

La respuesta no es sencilla, pero como afirma Rita Segato, el cambio no se detona en el nivel de las leyes y políticas, sino en el de la cultura. Y México, como muchas sociedades en el mundo, está profundamente marcado por una cultura patriarcal que supone que hombres y mujeres somos por naturaleza desiguales.

En este contexto de desigualdad no podemos afirmar que vivimos una democracia plena, hay todavía un largo camino por delante. Es por esto que el estudio y reflexión sobre la democracia feminista es relevante en nuestros días.

Marx suprimió de la teoría de Hegel el supuesto de que las naciones son las unidades efectivas de la historia social –un supuesto que nunca tuvo una estrecha relación lógica con su sistema–, y sustituyó la lucha de las naciones por la lucha de las clases sociales. Así, eliminó del hegelianismo sus cualidades distintivas como teoría política –su nacionalismo, su conservatismo y su carácter contrarrevolucionario– y lo transformó en un nuevo y poderoso tipo de radicalismo revolucionario. El marxismo se convirtió en progenitor de las formas más importantes de socialismo de partidos en el siglo XIX y después, con muy importantes modificaciones, del comunismo actual. (Sabine, 1976, p. 545)

Pero, aunque, en aspectos como el citado anteriormente, el filósofo se desmarcó de la doctrina de Hegel, según Sabine (1976) hay al menos dos aspectos en los que la filosofía de Marx es continuación del pensamiento de Hegel. En primer lugar “Marx siguió creyendo que la dialéctica era un eficaz método lógico, el único capaz de demostrar una ley del desarrollo social y, en consecuencia, su filosofía como la de Hegel fue una filosofía de la historia” (p. 545). En segundo lugar, “para Marx como para Hegel la fuerza impulsora del cambio social es la lucha y el factor determinante, en última instancia es el poder” (p. 545).

Problematización y desarrollo

Desde su origen la democracia ha sido excluyente. Por poner un ejemplo, en Atenas se convocaba a todo el pueblo a discutir y tomar decisiones sobre el rumbo de la ciudad, sin embargo, ese “pueblo” no incluía a mujeres, personas esclavizadas ni a personas extranjeras. Quienes sí tenían facultad para gobernar eran los varones adultos, mayores de veinte años y no extranjeros. Así, la democracia ateniense era posible porque mujeres y personas esclavizadas trabajaban mientras que unos pocos varones privilegiados, quienes sí eran considerados ciudadanos, discutían y decidían sobre lo público. 

Esta exclusión se sostenía en la idea según la cual, por naturaleza, no todas las personas eran iguales. Tal como afirmaba Aristóteles en La Política: “La naturaleza es sabia y ha creado a unos seres para mandar y otros para obedecer. Ha fijado la condición del hombre y de la mujer. En la naturaleza cada cual tiene su destino”. Esta idea que persiste a lo largo de la historia justifica la exclusión de las mujeres de las decisiones públicas, despojándolas del carácter de ciudadanas plenas de derechos. 

Otro ejemplo de esta exclusión histórica es la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano, establecida en 1789 fruto de la Revolución Francesa y que da origen al primer estado moderno. Su primer artículo establece que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, y al señalar “hombres” se refiere a únicamente a las personas del sexo masculino. Las mujeres no eran consideradas como ciudadanas con derechos, aunque sí habían formado parte activa en las acciones revolucionarias. Pero una vez alcanzado el triunfo, fueron excluidas. 

Muchas de ellas se manifestaron en contra de este agravio y lucharon por ser reconocidas como ciudadanas con derechos, en igualdad y libertad. Tal es el caso de Mary Wollstonecraft o de Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana en 1791. 

Así como estos dos ejemplos, la historia está llena de procesos de transformación social que tienen el propósito de avanzar hacia sociedades más democráticas, más libres e igualitarias, pero que en el camino van excluyendo a las mujeres. Décadas de discusiones, teorías, reflexiones sobre la democracia en las que se da por hecho que todas las personas, hombres y mujeres, somos iguales. Pero la realidad es que no es así. Por eso Rita Segato dice que “la democracia real nunca ha llegado, no existe en realidad” (2020). Si uno de los pilares fundamentales de la democracia es la igualdad, es fácil darnos cuenta que en nuestras sociedades no todas las personas somos iguales. Dos órdenes de exclusión que analiza Segato son la raza y el género, diferencias que se naturalizan para construirse y justificarse como desigualdades. 

Marcela Lagarde (1997) coincide al señalar que la democracia que vivimos es restringida, no es una democracia plena, y la única forma de alcanzarla es incorporando a ella la mirada feminista, en lo que la autora denomina: democracia genérica. 

La democracia genérica amplía la concepción misma de democracia hacia ámbitos de los que se le había excluido como el privado. Propone incorporar la democracia en las relaciones de género, en la forma en la que hombres y mujeres se vinculan, abandonando las relaciones de dominación. 

Además, desde esta perspectiva, la política debería reconocerse como parte de todos los ámbitos de la vida, no sólo como aquello que concierne a unos cuantos que se dedican profesionalmente a ella. La política, nos dice Lagarde, está presente en cada acción y en cada relación social, en cada representación, norma, símbolo. Es en todos esos ámbitos que la perspectiva feminista busca replantear el orden de las cosas. Se trata de “construir modos de vida y concepciones del mundo y de la vida que no vuelvan a estar basados en la opresión de género ni en ninguna otra forma de opresión” (1997, p. 191).

En suma, desde la perspectiva feminista podemos aceptar que la democracia existente no es tal, o en todo caso es limitada, pues no cumple con uno de sus principios básicos que es la igualdad. Además de estar constituida sobre una historia de exclusión y atravesada por valores, normas e instituciones patriarcales. 

Ahora bien, algunas corrientes del feminismo liberal buscan subsanar este hecho luchando primordialmente en el campo del derecho. Buscan conseguir cada vez más derechos y espacios para las mujeres y reivindican la paridad en todos los niveles políticos. Para otras corrientes más radicales del feminismo, esto no es suficiente. Consideran que el derecho no es un campo neutral, sino que está permeado y reproduce la lógica patriarcal, por lo que el camino hacia una democracia feminista supone necesariamente tensiones y conflictos permanentes con este ámbito. 

Por otra parte, desde esta perspectiva, las reformas legales no son suficientes, hace falta un replanteamiento profundo del orden social y de lo que se ha entendido como democracia. Uno de estos replanteamientos es la idea de lo público y lo privado. Esta dicotomía, aceptada de manera generalizada en el pensamiento liberal, no sólo divide y jerarquiza los espacios, sino que justifica la subordinación y la exclusión de las mujeres de la política. Históricamente y con base en la idea según la cual las mujeres y hombres somos desiguales por naturaleza, se fue construyendo una división entre las esferas pública y privada. Atribuyendo a las mujeres el espacio privado, doméstico, aquel en el que tienen lugar las tareas de cuidado y reproducción de la vida. Y a los hombres el espacio público, en donde tienen lugar las discusiones, deliberaciones y decisiones políticas. Así, no sólo se construyen como esferas separadas, sino que se jerarquizan: lo privado, doméstico, femenino está subordinado a lo público, político, masculino. 

La crítica feminista ha puesto en entredicho esta división señalando que responde a un orden patriarcal, colonial y burgués. En los pueblos precoloniales el espacio privado era también un lugar de deliberación política en el que participaban las mujeres. Lo que sucedía dentro del espacio doméstico era asunto de toda la comunidad, no se excluía del interés colectivo. 

Por otra parte, “lo personal es político” fue una consigna de las feministas radicales en los años setenta que sigue teniendo sentido y que rompe con la dicotomía público-privado al señalar que lo que ocurre en nuestros cuerpos, dentro de nuestras casas, en nuestras familias y relaciones, está atravesado por relaciones de poder, de desigualdad, dominación y violencia. 

Es por esto que la mirada feminista exige transformar todos los espacios en los que tiene lugar la desigualdad y la dominación, no sólo en el terreno de la política formal, sino en el de la cultura, la vida cotidiana, las relaciones personales, la comunidad, etc. Así podemos construir condiciones de verdadera igualdad, libertad y por tanto, democracia.

Debates actuales

Uno de los temas que han adquirido importancia en los últimos años es el de la violencia contra las mujeres. Como señala Rita Segato (2020), éste es un problema central de la democracia. Aunque suele tratarse como un asunto que le concierne sólo a las mujeres, un problema minoritario, en realidad es algo que atañe a toda la sociedad. Si bien los hombres mueren más, lo hacen en manos de otros hombres, no de mujeres. Como apunta la antropóloga argentina, en el caso de la violación y el feminicidio, nosotras somos violadas y asesinadas muchísimo menos de lo que nosotras violamos y asesinamos.

Este problema que se ha recrudecido sobre todo en la región latinoamericana nos pone de nuevo frente a una realidad incuestionable: no somos libres ni somos iguales. En un terreno así es imposible hablar de democracia. La tarea es entonces desentrañar lo que hace que la desigualdad y violencia no solo persista, sino que se intensifique. 

Otro tema de discusión importante desde la mirada feminista es la relación entre igualdad y libertad. En un contexto en el que parece que la libertad individual se ha colocado como el valor más importante y la justificación de cualquier práctica, la mirada feminista contribuye a la discusión. Un ejemplo concreto son las preguntas que surgen en torno a la maternidad subrogada: ¿podemos decidir sobre nuestros cuerpos para comerciar con su capacidad de gestar, pero no podemos decidir si queremos interrumpir un embarazo? o ¿quiénes compran y quiénes venden su capacidad de gestar? ¿Todas somos iguales y libres para decidir sobre nuestro cuerpo? ¿Las mujeres ricas ofrecen su cuerpo y capacidad de gestar para otras personas que no pueden o no quieren hacerlo? ¿Quiénes ponen el cuerpo? ¿Lo hacen de manera libre? Quienes compran, ¿están ejerciendo su libertad de autorrealización? ¿Tienen derecho de pagar porque alguien más reproduzca sus genes? Esta es una discusión que está apenas en curso, pero que pone sobre la mesa las distintas críticas feministas, la idea de lo público, lo privado, la igualdad y la libertad. Como apunta Alicia Miyares: “en el espejismo liberal en el que estamos inmersos tenemos tendencia a creer que la libertad individual por sí misma, entendida como realización personal, posibilita cualquier otra transformación social. Pero la realización personal no se transforma en ´bien común´ sin promover un cambio en las instituciones, un cambio que necesariamente ha de establecerse en torno a la idea de igualdad” (2003, p.12).

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