Democracia y anticolonialismo

Concepto clave

Introducción

La conexión entre democracia y anticolonialismo se manifiesta en los momentos históricos de resistencia y lucha contra la opresión imperial. Las expansiones imperialistas han provocado la oposición de los pueblos dominados a lo largo de la historia, en la medida en que contradicen directamente el ejercicio de la voluntad popular, que es el fundamento de la democracia.

Pero si bien las luchas contra la ocupación imperial provienen de mucho tiempo atrás, las prácticas de “colonialismo”, en su significado actual, surgen históricamente desde fines del s. XV con la expansión imperial europea para establecer colonias ultramarinas. Este intento encontró el rechazo por parte de los pueblos originarios de las Américas, África, Oriente Medio y Asia. 

Estas oposiciones anticoloniales iban desde resistencias tácitas hasta enfrentamientos abiertos. Pero nunca se limitaron al simple rechazo pasivo de la explotación, el gobierno o cultura imperiales. Por el contrario, involucraron también prácticas activas de crítica y reflexión sobre el poder ejercido a través de la relación entre identidad propia e identidad imperial, entre pueblo originario y orden metropolitano, entre la mismidad y la diferencia. Crearon, de esta manera, nuevas configuraciones culturales y formas distintas de hacer política.

Es decir que, a la par que la coacción y la fuerza imperiales, existieron estrategias reactivas y proactivas de negociación del poder por parte de los colonizados. Estas estrategias desplazaron los potenciales conflictos por medio de interfases culturales que, a grandes rasgos, pueden caracterizarse como: de desculturación (devaluación de la propia cultura), aculturación (adopción de la cultura metropolitana), contraculturación (reacción crítica ante la cultura metropolitana), transculturación (reflexión sobre el intercambio cultural entre lo ajeno y lo propio, y reinvención de nuevas formas culturales; ver Hall, 1980; Rama, 1982).

Si bien las luchas anticoloniales se mantuvieron a lo largo de muchos siglos, la reflexión conceptual sobre el término “anticolonialismo” y su vinculación con la autodeterminación de los pueblos como fundamento de la democracia cobra impulso con las luchas por la descolonización a partir de la década de 1960. 

En el presente, este debate recupera su actualidad por la coyuntura de transición hegemónica que atravesamos desde un mundo unipolar, bajo el dominio de EEUU, hacia un nuevo mapa multipolar, con otros potenciales escenarios de equilibrio, que aún son inciertos. En tales circunstancias, la reflexión y crítica sobre los posibles lazos entre anticolonialismo y democracia se vuelven apremiantes para enfrentar y rechazar la renovación del orden imperial. 

Antecedentes y problematización

En términos históricos los anticolonialismos se enfrentaron a la expansión imperialista con diversas tácticas, repertorios y manifestaciones, de acuerdo a los propósitos que se plantearon (para profundizar en este tema, ver Ferro, 2003). Entre las formas más significativas de lucha anticolonial podemos mencionar:

Resistencias contra la imposición de instituciones imperiales, que en muchos casos se implantaron bajo la forma de credos religiosos, como fue el cristianismo para la expansión europea iniciada a fines del s. XV.

Insurrecciones populares de las comunidades originarias para preservar su autonomía y sus territorios, costumbres y valores.

Revuelta de poblaciones sobre-explotadas en regímenes esclavistas en haciendas y plantaciones. 

Protestas y manifestaciones de rechazo contra la injusticia colonial, con el objetivo de buscar reformas y concesiones ―aunque no necesariamente la destrucción del régimen colonial―. 

Violencia organizada en movimientos nacionalistas, con liderazgos autóctonos que buscaron destruir el régimen colonial y reemplazarlo con un nuevo orden poscolonial.

Estas formas de lucha y resistencia jalonan, con diversa suerte, la historia global desde el s. XV. Van a cobrar intensidad en dos coyunturas críticas de anticolonialismo: en la primera ola, entre 1809-1830, 17 países de América Latina se emancipan de los lazos coloniales y declaran su “independencia” ―siguiendo el ejemplo de la Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776―. 

En la segunda ola de anticolonialismo, entre 1945 y 1960, 36 países de Asia y África reivindican su autonomía y se declaran Estados soberanos ―inspirándose en el postulado que reclama “el derecho a la autodeterminación de los pueblos” en la Declaración de los Derechos de los Pueblos de Rusia expedida durante la Revolución de 1917, y sus posteriores apropiaciones en la Sociedad de Naciones en 1918 y en la Organización de las Naciones Unidas después―. 

Más allá de las diferencias circunstanciales entre los casos, cabe anotar un asunto determinante que distingue estructuralmente ambos procesos: en la primera coyuntura de anticolonialismo la nación y la democracia eran metas de llegada, horizontes de expectativa por alcanzar; mientras que en la segunda coyuntura, el nacionalismo y la lucha por democratizar el poder fueron, desde el principio, ejes reivindicativos y premisas para encauzar la lucha anticolonial. 

Por otra parte, las coyunturas anticoloniales nunca se presentan sin contradicciones, y tienen mayor o menor alcance en la medida en que las luchas neutralizan, superan o, al menos, resisten las contra-estrategias imperiales. En ambas coyunturas los Estados nacional-populares han jugado un rol principal para enfrentar los embates del imperialismo, que se manifiestan no solo en la violencia directa de las fuerzas de ocupación militar o los gobiernos colaboracionistas, sino también en otras formas de violencia indirecta como ―especialmente durante el neoliberalismo que se impone desde la década de los ’80― la invasión del capital financiero de la industria nacional, con la promoción de la deuda pública y el posterior disciplinamiento a través del sistema financiero internacional.

Ahora que atravesamos una coyuntura de transición hegemónica, en que el poder imperial unipolar se fragmenta y es impugnado en varias regiones del mundo, la discusión sobre la posibilidad de una tercera coyuntura anticolonial adquiere importancia. 

Por esto es necesario también recuperar los términos conceptuales del vínculo entre anticolonialismo y democracia. Un momento preliminar se encuentra en el debate sobre el imperialismo que a principios del s. XX enfrentaría a liberales (Weber, Schumpeter, Hobson) con socialdemócratas (Kautsky, Hilferding) y socialistas (Bujarin, Lenin, Trotsky, Luxemburg) en la crítica de la expansión territorial europea, entendida principalmente en términos de acumulación económica. Aquí ya se puede identificar un eje del posterior debate anticolonial: el examen de cómo condiciona el crecimiento económico a la expansión territorial (de mercados, tanto de consumo e inversión como de mano de obra), para la emergencia de las potencias imperialistas en competencia por los territorios de las periferias globales.

Este debate se va a complementar en la reflexión anticolonialista con otro eje de carácter más ‘cultural’: porque si en el enfoque ‘económico’ el punto de vista es el del capital imperialista, otra línea de investigación va a partir del punto de vista opuesto, esto es el de las poblaciones colonizadas. Esta perspectiva va a encontrar precursores importantes en las reflexiones sobre la primera coyuntura histórica de anticolonialismo, que surgen en los países de nacionalización tardía:

En una dimensión cultural-étnica, se plantea la reflexión de José Carlos Mariátegui (1928) acerca del dualismo cultural entre cultura colonizada y cultura colonial, ejemplificada por la dualidad divisoria en las manifestaciones del bilingüismo quechua-español, y sus consiguientes formaciones culturales mestizas-indígenas en Perú, que impide una nacionalidad orgánica; 

En una dimensión sociocultural, se apunta la crítica de Antonio Gramsci (1930) respecto a la “cuestión meridional”, que explica la desigualdad entre una zona industrial y una zona agraria (en este caso, el Norte industrial que explota al Sur agrario en Italia) demostrando que la explotación económica se dinamiza mediante la configuración de culturas hegemónicas (dominantes) que subordinan a culturas subalternas (dominadas), imponiendo una nacionalidad inorgánica.

En estos debates aparece, junto a la cuestión del dominio opresivo que divide a la sociedad en fracturas de carácter económico-político-cultural-étnico, el cuestionamiento sobre la (imposible) unidad de la comunidad nacional y la consiguiente fragmentación de la voluntad popular. 

De aquí también se puede extraer un hilo de argumentación para reflexionar y criticar la contemporánea democracia (neo)liberal, que se asienta, principalmente, en las elecciones individuales en un mercado electoral, pero no considera la necesaria participación colectiva para hacer realidad el sentido originario de democracia como voluntad popular. Como, efectivamente, se planteará en la segunda mitad del s. XX.

Debates históricos

Estos debates fueron reactualizados en la década de 1960 bajo el impacto de la Guerra de Liberación de Vietnam (1955-1975), la Independencia de Ghana (1957), la batalla de Argel que inicia en 1957 ―y logra su resolución diplomática en 1962―, la Revolución Cubana (1959) que va a motivar varios focos guerrilleros en el Tercer Mundo y la agitación general en América Latina, así como la independencia de las colonias francesas del Sub-Sahara ―luego del referéndum de De Gaulle (1959)―, junto con la resistencia del Congo ―después del asesinato de Patrice Lumumba en 1961―.

En medio de este clima agitado se plantearon dos importantes debates desde América Latina, que criticaron la supuesta ‘independencia’ política que habría permitido implantar progresivamente ‘democracias’ en la región ―a partir de la primera coyuntura anticolonial―. Estos debates abastecieron con munición intelectual para la lucha anticolonial en dos vertientes: 

La crítica hacia ‘afuera’: la demostración empírica de Hans Singer y Raúl Prebisch (desde 1948) de un deterioro de los términos de intercambio comercial entre los productos industriales de los centros capitalistas y los recursos primarios (agrícolas o minerales) de las periferias ―como ya apuntaba Gramsci para su contexto―. Esta demostración confirmó que subsistían en la región dinámicas de imperialismo económico; como ampliaron luego los estudios de la División de Desarrollo de la CEPAL, conocida como la “División Roja” bajo el liderazgo de Celso Furtado (1974).

La crítica hacia ‘adentro’: la reflexión sobre el “colonialismo interno” venía a develar las persistentes fracturas dentro de las sociedades falsamente ‘descolonizadas’, en especial por la irresuelta cuestión racial que mantenía sometidos a regímenes de sobre-explotación a las clases populares que habían sido históricamente sometidas durante el colonialismo. En América Latina este debate tuvo interlocutores principales en Pablo González Casanova (1963) y Rodolfo Stavenhagen (1965), quienes criticaron la pervivencia de dinámicas de imperialismo cultural dentro de los países de la región, además de cuestionar la ilusoria homogeneidad nacional y el rol de las élites en el continuismo colonial.

Estos debates críticos fueron relativamente desplazados de la agenda pública con la debacle del bloque socialista a fines del s. XX y el debilitamiento de las izquierdas, la imposición política del neoliberalismo y su reafirmación cultural como ‘pensamiento único’. 

Pero el nuevo credo imperial neoliberal solo fue parcialmente exitoso. Si bien reocupó la economía política con los postulados de la teoría neoclásica, en otros ámbitos de reflexión cultural se mantuvieron y surgieron nuevas disidencias: 

Los revisionismos históricos desde la mirada de los colonizados propuestos por la escuela de los Subaltern Studies desde el sur de Asia (Ranahit Guha, Gayatri Spivak, Homi K. Bhabha); 

La reivindicación cultural de las negritudes, con referentes históricos tanto desde África (Aimé Césaire, Léopold Sédar Senghor Senghor, Léon-Gontran Damas) como desde las Antillas (C. L. R. James, Eric Williams, Alejo Carpentier, Fernando Ortiz, Nicolás Guillén) y movimientos culturales como el renacimiento de Harlem (Nora Zeale Hurston, Langston Hughes, el blues y el jazz); 

La crítica al poder imperial a partir del decolonialismo desde América Latina (Walter Mignolo, Aníbal Quijano, Silvia Rivera Cusicanqui, Grupo Modernidad/Colonialidad); 

La impugnación del occidentalismo cognitivo desde la perspectiva de las “epistemologías del Sur” (Boaventura de Sousa Santos), el rechazo al eurocentrismo (Samir Amin, Immanuel Wallerstein, James Blaug) y los horizontes de la liberación en alternativas de transmodernidad (Enrique Dussel). 

Estas corrientes de pensamiento anticolonial, a contrapelo del pensamiento único neoliberal, demarcaron un mapa de desarrollo desigual: si bien en la economía se consolidó el dogma neoclásico, en la crítica cultural proliferaron las manifestaciones de resistencia. 

Repensando estos aportes se puede considerar la actual necesidad para (la teoría de) la democracia de reunificar la crítica cultural con la crítica de la economía política: para entender y explicar cómo los intentos de maximizar las ganancias (ingresos, ventajas fiscales, patronazgo) del centro imperial hacia la periferia colonial se cruzan ―es decir, se vinculan e impulsan mutuamente― con las diferencias que marcan estratos culturales ―no solo de carácter étnico, sino que también sería necesario considerar otras a la par, como el género, la generación, el territorio, el lenguaje, la religión, etc.―.

La coyuntura actual

En la dirección de un nuevo paradigma de democracia anticolonial resulta necesario, además, enlazar la teoría con la práctica para dar cuenta de las estrategias específicas del imperialismo neoliberal desde fines del s. XX ―que, como se ha descrito, vincula al pensamiento único (la matriz económica neoclásica) con tácticas como la financiarización de la economía (acumulación por desposesión: incremento de la deuda pública, privatización de bienes públicos y austeridad social, etc.)― y las respuestas de los más recientes movimientos anticoloniales (sobre este asunto, ver Prashad, 2012). 

Esta trayectoria se puede esquematizar en dos orientaciones básicas: por una parte, está el anticolonialismo ‘desde arriba’, que puede ser extrarregional o intrarregional.

En el primer caso, extrarregional, se puede mencionar la cooperación Sur-Sur en el bloque de los BRICS (coalición entre Brasil-Rusia-India-China-Suráfrica), actualmente desarticulado; pero que a partir de 2009 demandó reformas globales en salud, cambio climático, revitalización de la UNCTAD ―pilar del proyecto tercermundista― y democratización de organismos internacionales (Consejo de Seguridad, FMI y BM). 

En cambio, ejemplos recientes de alianza intrarregional fueron la UNASUR y la CELAC: organismos que postularon un regionalismo abierto progresista para contrabalancear el imperialismo de Estados Unidos en América Latina. 

Desde su fundación en 2008, la UNASUR defendió la democracia contra los golpes de derecha (en Honduras 2009, en Paraguay 2012); y además de la cooperación en asuntos estratégicos militares y energéticos, promovió una arquitectura financiera regional. 

Por su parte, la CELAC propuso ampliar la alianza incluyendo a los 33 Estados latinoamericanos desde 2011, en un inédito mecanismo intergubernamental de concertación política. 

Ambos proyectos, UNASUR como CELAC, fueron saboteados cuando las derechas llegaron a los gobiernos en sus respectivos países.

En estos casos de anticolonialismo desde arriba, se trata de consensos inter-estatales de gran complejidad, que muchas veces parten de agendas mínimas. No obstante, estas agendas se deben recuperar como plataformas para la lucha contra el imperialismo. 

 Por otra parte, se encuentra el anticolonialismo ‘desde abajo’: una serie de luchas sociales, no siempre planificadas ni coordinadas entre sí, que van desde las protestas anti-FMI hasta movimientos más organizados, como los zapatistas en México o los “sem terra” en Brasil. Estas manifestaciones populares pueden convertirse en semillero para un futuro cosmopolitismo plebeyo, que aún no tiene una base social homogénea. Sin embargo, las naciones podrían servir de anclas provisionales para una renovada identidad colectiva anticolonial.

En este punto sería necesario abastecer intelectualmente a las políticas anticoloniales en pro de la democracia con una agenda de inteligencia colectiva que considere, para empezar, temas como los señalados por Immanuel Wallerstein (2001) para criticar el occidentalismo de la actual ciencia social: 

En el plano de la historia, rechazar la explicación de la dominación imperial por una posición natural de privilegio, para revelar las circunstancias históricas y condiciones económicas, militares y tecnológicas que hicieron posible esta dominación.

En el plano del universalismo, criticar la razón imperial como la única que permite alcanzar la verdad: reemplazar la primacía de los criterios crematísticos de la invasión imperial, así como de la ciencia positivista instrumental a la dominación. 

En el plano de la civilización, cuestionar las costumbres e instituciones metropolitanas como si fueran las únicas ‘civilizadas’, imponiendo así jerarquías sociales injustas y una política formal organizada en formas de exclusión.

En el plano de la identidad/alteridad, esto es el reverso del concepto de civilización, impugnar la devaluación intrínseca de las culturas originarias, bajo etiquetas distorsionantes, y geopolíticamente orientadas, como el orientalismo o panamericanismo.

En el plano de la modernidad, es decir la supuesta meta de la historia, también denominada desarrollo o progreso, y según la cual el objetivo de las culturas colonizadas debería ser imitar y asemejarse a las culturas metropolitanas, reflexionar para, sobre la base de la deliberación acerca de nuestro pasado, plantearnos alternativas para la futura democracia descolonizada, que anhelamos.

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